01/03/2010
Publicado en: HIPERIÓN
La llanura manchega invita a un silencio en el que es posible casi callarse para escuchar un sonido de la vida que es verdadero y ancestral. Dentro de ese silencio fluyen las palabras como si no existieran, como si nunca hubieran existido. Se habla con el amigo y uno sigue teniendo la sensación de que ambos seguimos en silencio, de que existe un tiempo paralelo en el que estamos solos y podemos mirar con calma los intensos colores del horizonte y observar, cuando bajamos la cabeza, que las viñas son manos desgarradas que salen de la tierra pidiendo una ayuda imposible. En la llanura la vista avanza, a la velocidad de la luz, hacia donde termina el horizonte. La vista se relaja y uno comprende aquello tan hermoso que dijeron los griegos, que somos el ser que mira a lo lejos y por tanto conscientes de que en tanta inmensidad habrá de habitar un espacio lleno de enigmas y secretos.
Esta mañana de primavera, iluminada por un cielo tan azul que parece el mar de una isla tropical, voy paseando y conversando con el poeta Dionisio Cañas. Caminamos alrededor de su bombo, una choza de piedra entre las viñas adonde se retira cuando el bullicio de Tomelloso le aprisiona los tímpanos. Nos envuelve la tierra de La Mancha que ha sido declarada como el mayor viñedo del mundo. Como decía es primavera, pero aún las cepas no se han dignado a mostrar su verde respiración sobre la madera torturada por un verano infernal. Estallan de gris, de marrón, de pliegues y sombras que se duermen en la tierra mientras les va llegando el leve sol de un atardecer que inunda el cielo con los tonos rojizos más bellos que uno pueda imaginar.
-No hay un amanecer que se repita en cuanto a los colores del cielo –me dice señalando el horizonte con una varita-, la calidad de la luz, las emociones que nos producen…No hay un día igual a otro día, no hay un crepúsculo igual a otro crepúsculo…y sin embargo, siempre anochece y siempre amanece.
Vamos caminando por unas tierras ásperas, calizas, que sólo admiten como dádiva de sus músculos oscuros la viña, unas uvas acostumbradas a resistir las peores armas de la naturaleza: tormentas a destiempo, mildiu, sequía, heladas imprevistas. En un lugar presidencial de las tierras solitarias permanece orgulloso un almendro.
Ya está viejo. Ya está herido. Ya está de vuelta de todo, sin hambre de vida. Pero está quieto en su llanura de ausencias y agradeciendo con su digna presencia que el poeta Cañas lo salvara de unas terribles máquinas que perseguían devastar aquellos lugares. El poeta se enfrentó a la máquina, puso su cuerpo enfrente y los obreros, admirados por aquel gesto quijotesco, indultaron al almendro.
Veo al fondo uno de esos horizontes que sólo se pueden ver en La Mancha. La bruma del silencio parece una cortina invisible que tiene anillos de aire que se van moviendo, subiendo de las viñas hasta el cielo azul, digo azul, azulísimo, índigo total en su diáfana existencia. La calma de la mañana no permite la existencia de ninguna nube. Aquí las nubes están prohibidas y por eso las viñas se retuercen, las hojas miran al cielo, las cepas se enredan como clamando algún suspiro húmedo que suele venir, algunas veces, en la madrugada, cuando hasta en el verano un desliz del tiempo implanta el brillo del rocío en la tierra.
Vamos caminando por el camino seco. El poeta esquiva las hileras de hormigas. No quiere pisarlas y cuando al plantar el pie percibe que algunos soldados perdidos de avanzadilla u ojeo, o el mismísimo grueso del ejército recolector, se ponen debajo de su sandalia, hace un gesto algo grotesco para pisar al lado y evitar el destrozo. Me mira después con gesto de comprensión y humanismo, para evitar que estalle mi incipiente sonrisa. Pero enseguida suele reanudarse la conversación poética.
-El poeta es una mirada en el fluir del mundo. Su mirada es una lectura de lo real y de lo irreal, de lo visible y de lo invisible, del ruido y del silencio del mundo, de la música de las galaxias y de la respiración de un obrero en un amanecer cualquiera.
Un día cualquiera, un instante cualquiera, paseo con Dionisio Cañas por la extensión de su territorio, por el que fue su primer territorio y por el que va a ser el último, porque después de vagabundear uno termina siempre cerca de donde está el vientre de la madre, donde están los primeros olores, los primeros ruidos y quizá el primer silencio que nos descubrió el primer lenguaje enigmático para descubrir todo aquello que no se deja descubrir.
Y en la llanura, mientras paseamos por los largos caminos que cruzan su bombo hablamos de dios. ¿Dios con mayúscula o dios con minúscula?
-Me gusta Jesucristo, pero no sé quien es ese dios el que han creado los cristianos-, me dice.
-Lo creó San Pablo y los concilios –apunto intentando, como él, no pisar a cuatro hormigas soldado que iban de vanguardia por una zona de pedruscos-. Han creado un formalismo de un sueño, de una idea hermosa.
-Sí, me responde, prefiero sentir la divinidad de la naturaleza, aunque en ella también exista la malignidad, a tanto formalismo.
Y así se queda el asunto. Ya no hablamos más de Dios. Mejor seguir hablando de poesía mientras caminamos por esta hermosa mañana de viento limpio, sol sin estrías y campo de olores ancestrales.
-El poema –dice Dionisio, mirando el suelo mientras habla y camina- es una mirada que se detiene, de pronto, en el fluir del mundo. Nace de la contemplación, pero también puede nacer de un vacío, de un silencio. Este vacío o silencio no es la nada, sino una sensación de desconexión de las cosas del mundo que a veces precede a la aparición de una idea, de un poema…Y entonces, una vez que de ese vacío originario aparece una obra entra en el reino de lo real. Por lo tanto, la irrealidad no existe como tal sino como principio de desconexión a partir del cual se inicia una obra artística.
No hay nadie alrededor. Nadie humano, claro, porque sobre nuestras cabezas van y vienen veloces muchos gorriones solitarios. Como les gusta acercarse a ras del suelo vemos sus buches gordos y su escasa aerodinámica, aunque es imposible negar su enorme pericia para subir y bajar por los vientos libres del campo igual que lo hacen por los aires amontonados de las calles de los pueblos. También algunas urracas y dos o tres cuervos nos contemplan caminando por los caminos solitarios. Qué se dirán esos dos terrícolas que caminan muy despacio y gesticulan sin aspavientos por los solitarios caminos de la llanura, se preguntan en su lenguaje escueto.
-El poeta debe aceptar la palabra venga de donde y de quien venga –me dice Dionisio con un gesto de ágil certeza-. Una de las primeras reglas para ser poeta es despojarse de todo prejuicio respecto a las jerarquías del lenguaje poético. No se trata de un "todo vale" pasivo y estúpido, sino de un "todo es valioso" para un primer movimiento en la escritura.
-Sí, pero qué sentido tiene la obra poética –le pregunto.
-Buscarle un sentido a la obra poética es como buscarle un sentido a la vida; no lo tienen –me lo dice con una sonrisa irónica y triste.
Ojalá quedaran ríos en La Mancha pienso, porque así ese silencio ancestral que nos rodea dialogaría con el sonido del agua. No sé por qué me llega ese pensamiento a la cabeza, pero el hecho de que el silencio dialogue con el agua me genera cierta paz espiritual.
Luego observo cómo los pájaros nunca siguen el mismo camino. No van de viaje a ningún lugar, por eso es difícil predecir cuál es la dirección que van a tomar.
-Los poetas que tienen un estilo y una coherencia temática –me comenta mirando el cielo y como yo el vuelo loco de los pájaros-, los poetas que son un mono temático, han traicionado a la vida: se repiten porque les da miedo la dispersión que es la vida.
El aire de la mañana todavía es fresco, el sol se deja acariciar casi con el perfil de las pupilas.
-Como te decía al principio no hay un amanecer que se repita en cuanto a los colores del cielo, la calidad de la luz, las emociones que nos producen... y sin embargo, siempre amanece. No hay un día igual a otro día; no hace falta Heráclito para darse cuenta de esto. No hay un crepúsculo igual a otro crepúsculo... y sin embargo, siempre anochece. Lo cíclico, lo parecido, la mismidad, es la red debajo del trapecista; nos tranquiliza, nos da seguridad, mitiga el miedo a la Muerte.
A veces veo esta llanura manchega y me imagino que es el territorio de un planeta lejano en el que todavía no se ha desarrollado la vida humana. Todo lo que existe se ha creado por sí mismo y hasta las viñas han aprendido a alinearse en la tierra áspera para que las uvas acepten mejor al sol y puedan iniciar de manera más ordenada su tránsito de azúcar a néctar divino.
-Cuando se escribe –vibra Dionisio Cañas con su disertación poética- sin la red de esa mismidad tranquilizadora en todos los amaneceres ponemos en juego nuestra vida, todos los días nos cruzamos con la muerte por la calle como si fuera una señora saliendo del supermercado, todos los crepúsculos pueden ser para nosotros "el último crepúsculo". Sin red de seguridad debajo de nosotros se vive mucho peor, eso está claro, pero si todos intentáramos que cada poema, cada experiencia poética fuera la travesía de un funambulista por encima de un cable desde una torre gemela a otra, en Nueva York, como lo hizo Philippe Petit en 1974 (y sobre cuya aventura se haría después la película-documental "Man on Wire"), sin red de protección, con el abismo de la vida y la Muerte debajo de sus pies. Si todas nuestras experiencias poéticas fueran esa travesía sobre el abismo, quizás llegaríamos a cierta honestidad respecto a nosotros mismos, y respecto a la poesía. Ah, y vamos a dejarnos de tonterías: en poesía uno siempre termina follando con uno mismo, y no hay nada que nos complazca más que nuestra propia mano...escribiendo.
Escucho a Dionisio Cañas, en la llanura manchega, al fin, hablar de Nueva York.
-Para mí Nueva York, durante más de 30 años, significó esa travesía del funambulista; lo que pasa es que las torres gemelas fueron derrumbadas estrepitosa-mente y, debajo de mis pies, ahora "el desierto crece".
La muerte, la muerte, la muerte. La obsesión.
-Sólo la Muerte se parece siempre a sí misma –me dice sin mirarme.
La muerte, la muerte, he aquí a la muerte y en mi cerebro se unen todas las experiencias que mi corazón no quiere olvidar. Son huevos que un ave deja en el nido de mis entrañas, y el recuerdo de la lectura de sus poemas en los que la muerte es una luz y una sombra me viene a la cabeza. Me intriga saber esa obsesión que Dionisio Cañas ha tenido siempre con la muerte. Le pregunto por la muerte:
-Desde muy pequeño me obsesionó la muerte y la vi muy cerca.
El sol primaveral de la Mancha es un sol de verano de cualquier otro lugar. Su fuego invisible viaja por el azul y se estrella contra los cardos, los rastrojos, las cepas y las piedras mugrientas, choca contra todo y luego distorsiona el paisaje, parece que se levanta un humo invisible, un humo sin cuerpo, es como si un espejo distorsionador su pusiera por el horizonte. Dionisio Cañas levanta los ojos, mira hacia el sol y se retira el sudor de las cejas con los dedos.
-Fue una experiencia muy impactante. Un niño se pinchó con un clavo oxido cuando estábamos buscando chatarra entre la basura para venderla (en Linares, Jaén, donde pasé parte de mi infancia). La chatarra la vendíamos para ir al cine. El niño se hirió y no le dimos mucha importancia, pero unos cuantos días después murió.
Me mira y hace un gesto triste. Su larga melena grisácea rizada despide brillos que deslumbran.
-Yo entré en la habitación donde lo velaban. Había un olor horrible y todo parecía morado: las paredes, el ataúd que era blanco, el niño. Esta luz morada me cegó y vi cómo el niño flotaba envuelto en luz por encima de la caja. No sé si esto fue un sueño o fue realidad pero yo lo recuerdo como real. Entonces me dije que la muerte no era nada malo, que solamente hacía que pudiéramos volar, flotar en el aire, durmiendo. O sea, que fuera del olor de aquella habitación, para mí el primer encuentro con la muerte fue agradable, casi bonito.
Un hermoso olor a manzanilla llega desde lejos. La aridez de la tierra y la pesadez del viento parecen recibir ese olor con alegría. El paisaje habla con nuestra sombra, está feliz porque un leve pero hermoso olor nos indica que siempre es posible un instinto de felicidad.
-¿Te ha rondado la muerte?- le digo aspirando con fuerza las moléculas olorosas de la manzanilla.
-Sí, luego, a esa misma edad, descarriló un tren en el que yo iba con mi abuela, cuando pasamos por Despeñaperros. A mí no me pasó nada, pero fue gracias a que un soldado apartó de un puñetazo una maleta que venía en la dirección de mi cabeza con toda la fuerza del frenazo del tren. En este descarrile no vi a ningún muerto, pero constantemente me recordaban que "estás vivo de milagro". Después, ya de adulto, he estado dos veces a punto de morir: una en un pequeño avión al que se le quemó un motor, en EE.UU., otra cuando un joven marroquí con el que eché un polvo me quiso robar y yo me opuse y él estuvo a punto de machacarme la cabeza con una piedra, en el campo, cerca del pueblo de Cinco Casas.
-Y has querido luchar contra la muerte con la poesía –le digo recordando las múltiples visiones de la muerte que llenan sus textos.
-No, para mí la poesía es algo más. Es la vida, en todo caso la posibilidad de dar vida en la muerte- me dice.
-Por eso siguen vivos dentro de ti tus muertos Dionisio, los muertos que amaste y a los que ofreces como dádiva en la bandeja de tu corazón los poemas que los siguen manteniendo despiertos. Aún sufres por ellos, aún recuerdas sus instantes…
-Sí, las muertes de mi padre (cuando yo tenía 20 años), mi hermano mayor, hace 15 años, y mi hermano menor el año pasado, las he sufrido pero especialmente porque he visto y vivido el sufrimiento de mi madre. Las muertes de José Olivio y Patricia Gadea ya sabes que han sido emocionalmente muy importantes para mí. Pero la muerte que más temo es la de mi madre; por mucho que me prepare sé que va a ser terrible para mí.
Algún día no estaremos aquí. Ni Dionisio Cañas, ni el amable editor de este libro, ni yo, ni el lector que ahora lo tiene entre sus manos, o entre sus ojos, y ha llegado hasta este momento en donde se va a bajar el telón sobre esta muestra de la poesía de Dionisio Cañas con toda la fuerza de sus palabras que muchas veces quieren ocurrir sin el tiempo. Tampoco estarán estos pájaros que ahora vuelan locos por el cielo sin saber adónde van, o quizá sabiendo con exactitud que no han de ir a ningún lado y que cumplen con su destino sólo con deambular libres por el viento para nada. Tampoco estará la hermosa llanura porque será devorada por la tierra, o por el agua, o por el fuego, o por el mismo vacío; ni estarán las viñas y dejarán un día de ser, de dar el vino para siempre y otro día el vacío conseguirá que todo lo que ahora se oculta bajo el tiempo se quede para siempre como ausencia. Así será, y nunca lo veremos.