31/03/2011
Publicado en: ENDYMION NARRATIVA
Vivía en un miserable garito de carretera y anonimato. La hondura de su alma, maltratada por la vida, aún palpitaba como un pulso vivo en medio del silencio y el neón que día a día le maquillaba la cara. Desde su vida triste mandaba desesperadas intermitencias con la lejana esperanza de que alguien, algún día, fuera a rescatarla del infierno. Tal vez soñaba con un caballero, un hombre simplemente bueno, que la tratara con ternura y la amara sin daño. Ella no era clasista en cuanto a la posición de su salvador. Cualquier mano a la que asirse le bastaba. Sólo quería una vida normal. No continuar en aquel estado de alquiler permanente para todos los que quisieran tomarla.
Cuando la vi estaba medio tirada sobre la barra, vestida con una falda que alguna vez fue coqueta, más aburrida que borracha, con la indiferente e insensible desesperación de quien empieza a creer sólo en los milagros, porque hace ya tiempo, dejó de creer en la gente.
Al acercarme me miró con el deseo destrozado, pero con la ávida pericia de quien sabe plasmar un gesto erótico en su rostro. Abrió los dedos que le secuestraban la cara y se me ofreció con rutina. Le dije, al cabo de un instante de juegos evidentes, de flirteos que pisaban la anónima frontera que existe entre el placer y el dinero, que no, que no deseaba pagar para sentir sus diestras manos explorando mi cuerpo, ni sus gruesos labios entregándose con oficio y dejadez al cliente nocturno.
Pero siguió un buen rato con sus juegos de vicio, hasta que mi negativa persistente, la llevó a la conclusión de que aquel cliente no compraría sus encantos.
Entonces se levantó, se puso en jarras y me increpó:
-¿Qué pasa larguirucho, es que no te va lo que ves, acaso quieres algo mejor?
Intenté ejercer de confesor despistado con mis ojos, dándole a entender, con una mirada tierna, que mi negativa no era desprecio. Pero siguió un buen rato mirándome en aquella postura de Hetaira sugerente.
Estaba así, con las curvas dominantes, al cabo en una pose desahuciada, cuando entró un hombre inmenso con un gorila tatuado en sus brazos. El simio se sentaba o se ponía de pie a medida que el grandullón oscilaba su musculatura.
-Vente conmigo, nena-, le dijo con una lascivia casi primitiva reflejándose en sus ojos, asomándose a sus labios.
-No quiero lerdo -contesto ella-, quiero con este tipo que tiene cara de ponerse una pistola en la boca.
-¡Que vengas, te he dicho!-, remachó el lerdo exhibiendo su musculatura de levantador de pesas.
-¡Que no, que no!-, insistió ella mientras alejaba la vista hacia las zonas más oscuras del garito.
Al ver tanto despecho el simio la cogió de los brazos, agarrándola con fuerza.
-Oiga déjela en paz-, dije yo interponiéndome entre ellos.
-¿Y tú quién eres flaco?- me dijo el gorila- ¡Vas a venir o no!-, insistió gritando aquel rudo perillán mientras intentaba rodearla con sus brazos.
Y como la zarandeara, y ella se resistiera, no tuve más remedio que ponerme entre la mujer y el gigante. Fue para mi desgracia, pues acabé en el callejón de un puntapié, nadando en el barro de la noche.
En un instante me incorporé realizando esfuerzos titánicos. Pero cuando volví a entrar en el garito los dos habían desaparecido. Intuí que se habían marchado por la puerta de un reservado y hacia ella me dirigí con resolución suicida, pero el camarero, que en esos momentos se quitaba el luto de las uñas con una descomunal navaja, me dijo:
-No es esa puerta la que tienes que abrir, sino la de la calle y marcharte con viento fresco.
-Pero ¿ha visto cómo la ha tratado?-, le dije con ojos de estupor.
-Lo veo todos los días, amigo-, me respondió-. Ande, tómese un trago y váyase, paga la casa-, comentó finalmente mientras me daba la espalda.