18/02/2024
En su última novela, 2666, Roberto Bolaño escribe una enciclopedia de la muerte. El horror de múltiples feminicidios navega con precisión literaria. Maldito mundo dice uno mientras por sus ojos van entrando violaciones, mutilaciones y asesinatos de mujeres en esa ciudad ficcional de Santa Teresa, en México. Quiere decirnos que cada muerto merece al menos un rastro de su nombre escrito en el viento.
En Rusia, antes del líder opositor, Alexei Navalni, también hubo muchos muertos. Discreparon del autócrata cruel y loco Putin. Ya no valen razones ni justificaciones, solo la cruda realidad de que la nómina sigue: Hitler, Stalin, Franco, Mussolini... Putin, jerarca opresor que hace sufrir a un pueblo que no puede pasar de ser siervo a ciudadano en toda su historia.
Navalni fue envenenado en 2021 y lo salvaron de casualidad. En vez de quedarse en Alemania o la Costa del Sol, fue a Rusia para que su muerte anunciada pudiera ser semilla de la libertad. Su familia solo espera el cuerpo y una tumba. Pero, como decía, antes que él fueron muchos los discrepantes asesinados. No quisieron ser siervos del zar oscuro. De algunos digamos sus nombres, para que tarde más en llevárselos el viento. Con todos ellos se podría escribir otra enciclopedia.
Yevgueni Prigozhin, jefe de Wagner, murió mientras explotaba su jet privado. Protestó por la guerra de Ucrania. Sergey Grishin, oligarca, falleció de sepsis, conocida como "la muerte silenciosa". Había criticado su guerra.
El virólogo Andrey Botikov (ayudó a desarrollar la polémica vacuna Sputnik V contra la COVID-19), lo asfixiaron con un cinturón. Criticaba al Kremlin. El coronel Vadim Boyko se suicidó pegándose cinco balazos. Nadie entiende como un muerto pudo pegarse los últimos tiros.
Marina Yankina, funcionaria de Defensa, cayó al suelo durante 16 pisos desde la ventana de su apartamento. Sergei Protosenya y su familia vivían felices en España. Hace dos años su esposa y sus dos hijas fueron encontradas en su villa cortadas con un hacha, y él, ahorcado. Nadie entiende que los matara, pues amaba muchísimo a su familia. El jefe petrolero, Alexander Subbotin, murió por un ataque cardíaco inducido por drogas. Vladislav Avayev y Vasily Melnikjov, jefe de gas y jefe médico, se suicidaron. Avayev parecía haber disparado a su esposa e hija antes de quitarse la vida. Todos hicieron lo mismo, criticar a Putin.
Solzhenitsin cuenta en Archipiélago Gulag sobre la situación que se creaba cuando, tras el discurso del secretario del partido, los aplausos de los asistentes se convertían en una guerra porque nadie se atrevía a ser el primero en dejar de aplaudir. Dolían los brazos fatigados, los más viejos desfallecían. Agentes de la secreta observaban desde el fondo quien dejaba de aplaudir el primero. Hoy sigue lo mismo, si no peor.
Impreso desde www.manueljulia.com el día 21/12/2024 a las 19:12h.