15/12/2024
Y entonces hacía más niebla y más frío y mi tío vino de Alemania en una furgoneta Volkswagen azul y blanca. Parecía un aristócrata con su sombrero tirolés verde oscuro, la pluma roja, los pink de marcas de cerveza en el frontis, él que era abstemio. En su presencia nos sentíamos unos desgraciados. Mi padre de guarda en la fábrica, mercader arruinado, con el abrigo viejo y en vez de sombrero una penumbra en los ojos por la que se vertía el pasado. Tenías que haberte ido a Alemania Manolo, le decía mi tía con ese vozarrón de giganta que tenía. Medía casi dos metros. Parecía alemana. La familia de mi padre eran todos muy altos.
Manolo nunca contestaba cuando le decían lo que pudo haber sido. La guerra lo había vuelto un superviviente nato. Cuando le regañaban se iba. Cuando le echaban en cara lo que sea se iba. Cuando le aleccionaban (a él, que tenía vida para envolvernos) se iba. Siempre se iba. Mi padre pasó su vida yéndose porque le gustaba todo perfecto, justo, honesto y aquel mundo estaba lleno de trapacerías y nepotismo. Mejor irse que verlo. Su desaparición solía ser una protesta cósmica por el caos y la nada.
Al alemán, que iba de rico, aunque picaba más piedra que un preso yanqui, lo miraba estudiándolo y cuando ya había contado sus mentiras altaneras, le pedía que le dejara conducir su furgoneta. Su sueño era conducir, llevar los mandos, decidir como penetrar en la niebla de la vida. Lo hacía por amor. Sabía que los demás éramos unos bisoños sobre los que el tiempo ponía sus garras.
Cuando llegaba el momento de sufrir él siempre ponía su pecho como muralla. Encendía el aspirador de su ser para absorber el dolor y que no llegara a sus hijos. Aquel hombre fue una empalizada que resistió hasta su último minuto las catapultas de la existencia.
Aquel día hacía mucha niebla. Una niebla bituminosa que atascaba la garganta y ensuciaba los ojos. La dureza de una larga posguerra caía sobre nosotros, incluso sobre la felicidad ficticia del alemán. Pero mi padre sí que iba feliz en la Volkswagen azul. Los olivos y las encinas aplaudían a su paso. Jamás en mi vida he visto una felicidad tan decidida, tan blanca, tan indestructible.
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