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CUARENTA LATIDOS

05/02/2009 - ISBN: 978-84-936235-8-6

Almud

CUARENTA LATIDOS
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Sinopsis

"Cuarenta latidos" es un libro de prosa poética, una fábula sobre la vida y la muerte. Son textos intimistas que recorren diversas situaciones humanas expresadas desde una posición personal, pero con la aspiración de generar una universalidad de sentimientos. El libro tiene una estructura basada en un viaje que va desde la placenta al desconocido espacio que quizá existe después de la muerte. Entre ese principio y ese final los textos poéticos se aposentan en estacias diversas de la vida: el recuerdo, el amor, el paisaje, la solidaridad.... Se recomienda al lector que lo lea tal si fuera una pequeña historia humana.
Al lado de algunos textos están las fotografías del excelente fotógrafo Augusto Guzmán, quien realiza, con sus imágenes, distinta perspectiva de un mismo sentimiento, perspectiva que tiene calidad y agudeza.


PRÓLOGO DE SANTIAGO ARROYO
LA MELANCOLÍA COTIDIANA DE MANUEL JULIÁ


Este libro es periodístico, poético, filosófico. En los textos (prosa poética) que siguen Juliá se pregunta por el paso del tiempo, nos hace recordar la fealdad y lo menos alegre de la existencia, nos permite escuchar la voz sincera de quien va reconociendo la vida y sus complicaciones y suavemente se balancea entre palabras y copas de vino para disfrutarla y angustiarse a la vez por todo aquello que le rodea. Las palabras son para él un territorio emocional en el que se siente tremendamente cómodo para expresar su pensamiento, desde la poesía, desde el periodismo, desde el corazón, de ahí el título de Cuarentalatidos con el que ha querido encabezar su libro.

En algunas ocasiones llama a la puerta de nuestra sensibilidad o de nuestra moral con temas que no son gratos pero que están ahí, como la pobreza. Un apunte de Juliá en este campo nos hace reflexionar más que un sesudo informe sociológico; y esa es justamente la grandeza del artículo.
En otras ocasiones, los textos de Juliá nos permiten aprender, en unos casos, o recordar en otros, conceptos importantes de nuestra historia, que dejamos pasar sin darles demasiada importancia.

En estos cuarenta latidos podemos leer unos textos poéticos y filosóficos. Poéticos, porque el sentimiento del autor y la fuerza de las palabras tienen una tremenda importancia. Filosóficos, porque en ninguno de los textos falta una profunda reflexión, a pesar de la brevedad de los mismos.

Todo está escrito desde la mirada de un poeta, no de un simple observador de la realidad. Aquí encontramos una unión muy sutil y muy bien engarzada entre Historia y Belleza, entre Poesía y Verdad, que diría Goethe.

Cada latido de Juliá es un mundo, un texto por el que pasa toda la experiencia vital y toda la angustia existencial de este tiempo que vivimos. Con cada latido Manuel Juliá se siente más vivo, con cada latido se sitúa mucho más cerca del mundo.

En definitiva, este libro, de textos y de imágenes, es una poética del presente, un pensamiento del instante, una unidad de muchas diferencias, porque los cuarenta latidos proceden de un mismo corazón.


Santiago Arroyo Serrano


Si desea adquirir este libro póngase en contacto con el distribuidor La Torre Literaria: LATORRELITERARIA@LATORRELITERARIA.COM

Resumen

TRES TEXTOS DEL LIBRO "Cuarenta latidos"


AMANECER

Enciendo el ordenador y da la primera luz que se escapa de la noche. Es un azul electrónico, como el añil, pero más volátil. Además, como tengo la pantalla libre de iconos se expande libre el azul y reconozco que mezclado con las primeras claridades crea un ambiente bellísimo, una sensación de paz y orden que reconforta inevitablemente el espíritu. Ver amanecer es uno de los más hermosos placeres de la existencia, dijo una noche Ciorán cuando comenzaba a sentir que la enfermedad le comía las luces de la conciencia. Será, me digo, porque al silencio le acompaña la emoción de la vida que insiste y gana una batalla que luego perderá, cuando la noche. Y así ahora me siento libre, como si mi interior estuviese más ágil. En este amanecer que no me invita a otra cosa que a observarlo, presiento que sólo existimos los dos y que la multitud del tiempo es un recuerdo perecedero.
Durante los otros días de la semana el amanecer es un pistoletazo al vacío. Por eso, si amo los fines de semana es porque tengo la posibilidad de levantarme temprano y gozar, sin prisa, de cada uno de los cabellos de la luz que se mueven, de los bríos luminosos que desde el fondo del sol al fondo de la llanura vienen para inyectarse en mis ojos como la luz del ordenador, que está en posición de espera, sin tocar. El ordenador se amansa, porque ante tanto orden, plenitud y belleza, ¿quién desea escribir? Escribir o no escribir es lo mismo. Mirando el amanecer los pensamientos no quieren perderse en el bosque de las palabras. Y así, lo único que siento es la indolora y primeriza caricia la vida o que la escasa bruma de la primavera relaja la angustia de los árboles y los vuelve más íntimos, casi de sueños.
Así, ahora mejor no escribir y gozar tan sólo del paisaje de la calma. O quizá retener esta plenitud por si pudiera después rescribirse desde el recuerdo. Ahora lo intento y sólo me acerco a la corteza de esa sensación cautiva del placer. En fin, da igual. Pero lo que sí es cierto es que esta mañana, al amanecer, ante una bruma que no quería molestar, desde la soledad de mis ojos y ausencia de destino, me sentí el rey del mundo. Un rey sin otra corte que sus sueños. Un rey sin reino que mira desde el ventanal cómo el sudor de las nubes va vistiendo los campos de belleza, y cómo el aliento mojado de los cielos hace que emerja la vida con todos sus verdes cabellos domados, entregados a la existencia.

LA MATRÍCULA

Podría decirte que ya no es verano aunque todavía el calor se hace sentir. Decirte que ya no es verano porque la vida, como una catarata de espuma y sombras, te ha caído sobre los hombros, y si ayer tenías unos ojos felices y chispeantes, esta mañana te he visto bostezar sujetándote las ojeras como quien se sujeta la sombra con el viento. Ya no es verano y creo que ahora te vas alimentar de recuerdos. El rumor de la depuradora de la piscina aún suena desde lejos, es una catarata medio herida que se resiste al silencio. Debajo de las farolas de la penumbra todavía se ven sombras de parejas que se dan besos furtivos. En las esquinas de la urbanización queda el anémico rastro de vuestros gritos adolescentes, el humo de las primeras bocanadas de tabaco escondiéndose en las sombras y las palabras de las historias nocturnas de terror, inventadas con urgencia y deseo. Sí, te digo que ya no es verano. Esa vida que tenías olvidada se te agarra a los poros con sus tentáculos de realidad. Sonrisas forzadas, una leve angustia indescifrable y los viejos compañeros serán los heraldos del tiempo recuperado. La vida siempre regresa.
Esta mañana, el viento levantó una inmensa polvareda, como si sintiera con rabia vuestra ausencia y protestara por el auge del silencio. Golpeó las ventanas con sus puños reclamando que vuestras piernas esqueléticas reinaran otra vez por las calles. Los perros se hunden con susurros de olvido. Los árboles comienzan a herirse con las primeras gotas de un otoño que aparece. No estás aquí esta mañana y sabes que el verano se ha cerrado de repente, que ha sido un filme hermoso que se acaba, un espacio escénico que echa el telón sin remilgos. Ya no es verano, lo sabes, y la vida libre, desentendida, se trasforma en un deseo, en un recuerdo que duele despacio. Sin opción de regreso has de tomar las obligaciones que te esperan, que te esperarán siempre al final de todos los olvidos.
Unos cuantos libros conforman tu equipaje de invierno. El sol todavía retiene las palabras y el sudor, las sonrisas bajo la sombra de los sauces sin lágrimas. El sol dice que todavía es verano, pero sabes que no, porque no ves el mar, porque todos los ruidos son diferentes, porque acecha una larga soledad, porque el futuro existe y el Cola-Cao sabe a angustia dulce y el peso del día se te estampa en los ojos a fuego. Los mofletes hinchados miran el nuevo sendero, sin saber adónde lleva.
Aún no eres consciente, pero a partir de ahora, cualquier decisión que tomes se escribirá en el libro de tu tiempo; cualquier error se agarrará a tu piel como una argolla de espinas. Te acabas de matricular en la asignatura de la vida.


QUE BIEN SE ESTÁ A ESTA HORA, CON LA CIUDAD VACÍA

Nunca voy el uno de noviembre adonde viven mis muertos. No sé si a lo mejor se molestan por ver, que entre tanta gente, falta uno principal de su familia. Espero que no, no deseo que piensen que ya no los quiero. Al contrario, por eso digo adonde viven, porque creo, como decía Cicerón, que la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Así que yo no dejo de pensar en mis muertos. Quiero que no se mueran del todo, y que sigan ahí, en algún profundo y oculto lugar de mis entrañas, que es como decir que en algún oculto lugar de mi esperanza.
Pero aunque los recuerde no me gusta visitarlos el uno de noviembre. Quizá porque pienso que tanto barullo les molesta. Porque quizá con tanto jaleo de niños y palanganas y con el rasgar de los estropajos en el mármol y con tanto trajín de flores y autobuses, de riadas humanas y de saludos conmilitones, igual se les rompe esa paz que tienen de siempre, esa serenidad de no ser que descansa en los rostros que ya no respiran.
La lámpara de un recuerdo, la inercia de un pensamiento, el flash de una sombra que sabe a silencio, el alma del viento, el frío de una mar sin olas o el sermón de un ciprés que cree que podrá llegar al cielo, seguro que son las sensaciones profundas con las que se acuestan todos los días. Y por eso no sabe uno si con tanto merodeo y farándula no los dejaremos que sueñen en paz, que descansen de lo que recuerden, que se olviden de todo al menos durante el tiempo que hayan de estar en la muerte.
Nunca voy el uno de noviembre adonde viven mis muertos. Joder, es que es demasiado el barullo que se monta el uno de noviembre, en la fiesta de los muertos. La avenida central del cementerio parece la calle céntrica peatonal de una ciudad en navidades. El cementerio se asemeja a un mercadillo de flores que resiste la oscuridad de noviembre. Los ojos sin pupila de las calaveras –ah, qué grande Shakespeare- se asombran del movimiento y bajo las aciagas lluvias de noviembre sienten su paz vencida, se asustan por un ruido que llega con la voz de los recuerdos. Es como si fuese la invasión de "los otros", como en la película de Amenábar.
Y luego piensa uno que no hay nada más triste que ver miles de muertos despidiéndose de las visitas, hasta el año que viene amor, qué crisantemos más hermosos has puesto en mi lápida, ¿qué has hecho, te has cambiado el peinado?, con lo bien que te quedaban las trenzas, joder amor, cómo te van gastando los años y sin embargo no pueden perturbar tu belleza, todavía tienes la tristeza de mi ausencia, todavía puedo oler un rastro de vino en tus labios, todavía puedo sentir que tus lágrimas viven y puedo creer que me amas y aunque tengas el cabello encanecido veo ahora tu cuerpo sin tiempo y todavía atrapo el rastro que vas dejando en cada uno de los años perdidos.
A las seis suena una campana. A las seis suena un silencio. A las seis se ponen tristes los cipreses porque ya nadie los mira y a las seis una multitud de miradas se vuelven hacía dentro de la tierra, jardineros invisibles que se van a sembrar sus recuerdos en el vacío.
A las seis la penúltima claridad, exangüe, de la tarde, muere en los mármoles. Y a las seis la tarde se va como un suspiro sin labios, y mientras se aleja la gente el ruido ha dejado una fotografía de momentos imposibles que se apaga y se enciende con el maldito clik del semáforo de la entrada, que ahora es el único sonido que queda sin morir, recordándoles la ausencia.
Nunca voy el uno de noviembre adonde viven mis muertos. Sólo les pongo flores en mi mente, para que nunca me olviden.

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